martes, 2 de noviembre de 2021

Micro-relato 27: Tres elementos: Monóculo, libro de idiomas, crucigramas



-¡Ta... males! -rugió don Crespacio-. ¿Dónde habrá quedado mi monóculo? Es como si Batman saliera a la calle sin su disfraz; como si un pirata saliera sin su pata de palo. Ni modo, seguiré llenando mis crucigramas.

No obstante, este señor experimentó algo inesperado. Al querer llenarlos, no era lo mismo. Sobre todo, teniendo a la mano un libro de idiomas. Por más que intentaba leer, no podía leer ni una letra. 

-¡Rayos!, ¿qué me está pasando? -se extrañaba el septuagenario-. Sin terminar de entenderlo, se dio cuenta que ahora cuando no usaba su monóculo, no podía leer-. ¿Dónde miér... coles te has metido?

Don Crespacio, prácticamente era dependiente de aquel instrumento. Había pasado gran parte de su vida usándolo. Y cuando se le ocurrió ir a una óptica para que le hicieran otro. Grande fue su sorpresa cuando le dijeron:

-Señor, a estas alturas ya nadie usa ni fabrica monóculos. Le recomiendo que empiece a usar las gafas de dos lentes.

-¡Rotundamente, nooo! Yo quiero mi monóculo. No puedo vivir sin él. Es como si me pidieran que siga viviendo sin mi corazón. Buscaré y buscaré hasta encontrar un monóculo. He dicho y punto.

Tan hermética decisión, ya fue esparciéndose por toda su cuadra. Sus vecinos no paraban de recomendarle que use unos lentes de doble luna, pero él no escuchaba y seguía en su idea medieval.

Un buen día, pasó cerca a su casa un ropavejero, y lo más sorprendente fue que don Crespacio lo vio usando un monóculo. Con tal sorpresa, fue a hablar con él.

-Oiga, joven. ¿De dónde sacó su monóculo? -le preguntó el septuagenario, lleno de curiosidad.

-Maestro, hace un tiempo, mientras rebuscaba en las bolsas de basura, lo encontré -le comentó el joven, quien no tenía ni la más mínima intención de venderlo y mucho menos regalarlo.

-Mira joven, mi vida se acaba si tú no me das ese monóculo. Prácticamente me han dicho que ya no existen. Así que, por favor, dime cuánto quieres por él. Lo que sea, lo que sea muchacho.

Ante tales palabras de desesperación, el ropavejero, que está acostumbrado a regatear, lo "pulseó" para ver hasta dónde llega su ansiedad.

-Bien maestro, ¿qué me da si se lo entrego?

-Bueno, bueno, no tengo muchos chivilines. Tengo aquí en mi bolsillo cincuenta soles... ¿te parece?

-¿Cincuenta mangos? No maestro. Hágame una mejor oferta.

-¿Más? Mira tengo en el banco cien soles ¿Te parece? -dijo el anciano al borde de la desesperación.

-¿"Cien mangos"? No maestro, seguro habrá quien me dé más que eso.

-Bueno, ya. Me lanzo con todo. ¡Te doy mi casa! -expresó el viejo, al borde de las lágrimas que se precipitaban al suelo.

-Está bien, maestro. Me quedaré con su casa. Tenga el monóculo -dijo el ropavejero, quedándose ahora a vivir en la casa de don Crespacio.

En ese momento el anciano se sentía feliz, en la gloria; pero como la felicidad puede durar hasta tres segundos, su situación cayó a tierra como un fruto maduro.

-Por fin, tengo mi monóculo. Mi visión ha vuelto. Pero, ahora qué hago. He perdido mi casa, y no tengo familia. Así que no tengo otra. Así lo ha dictado el destino. Previamente el ropavejero le legó sus cosas. De tal modo que don Crespacio inició su "nuevo negocio". Recorrió las calles y la gente lo escuchaba decir:

-¡Fierro, catre, botiiilla! ¡Periódicos, crucigramas! -entonaba cada día, pero como la gente empezó a darle crucigramas. Nuevamente se esbozó la sonrisa en su rostro. 

Ahora era pobre, muy pobre, pero teniendo su monóculo. Se sentía el personaje más feliz de la Tierra. Un inope e indigente, pero feliz, muy feliz.

 

Esgrimista


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