-¡Ta... males! -rugió don
Crespacio-. ¿Dónde habrá quedado mi monóculo? Es como si Batman saliera a la
calle sin su disfraz; como si un pirata saliera sin su pata de palo. Ni modo,
seguiré llenando mis crucigramas.
No obstante, este señor
experimentó algo inesperado. Al querer llenarlos, no era lo mismo. Sobre todo,
teniendo a la mano un libro de idiomas. Por más que intentaba leer, no podía
leer ni una letra.
-¡Rayos!, ¿qué me está pasando?
-se extrañaba el septuagenario-. Sin terminar de entenderlo, se dio cuenta que
ahora cuando no usaba su monóculo, no podía leer-. ¿Dónde miér... coles te has
metido?
Don Crespacio, prácticamente era
dependiente de aquel instrumento. Había pasado gran parte de su vida usándolo.
Y cuando se le ocurrió ir a una óptica para que le hicieran otro. Grande fue su
sorpresa cuando le dijeron:
-Señor, a estas alturas ya nadie
usa ni fabrica monóculos. Le recomiendo que empiece a usar las gafas de dos
lentes.
-¡Rotundamente, nooo! Yo quiero
mi monóculo. No puedo vivir sin él. Es como si me pidieran que siga viviendo
sin mi corazón. Buscaré y buscaré hasta encontrar un monóculo. He dicho y
punto.
Tan hermética decisión, ya fue
esparciéndose por toda su cuadra. Sus vecinos no paraban de recomendarle que
use unos lentes de doble luna, pero él no escuchaba y seguía en su idea
medieval.
Un buen día, pasó cerca a su casa
un ropavejero, y lo más sorprendente fue que don Crespacio lo vio usando un
monóculo. Con tal sorpresa, fue a hablar con él.
-Oiga, joven. ¿De dónde sacó su
monóculo? -le preguntó el septuagenario, lleno de curiosidad.
-Maestro, hace un tiempo,
mientras rebuscaba en las bolsas de basura, lo encontré -le comentó el joven,
quien no tenía ni la más mínima intención de venderlo y mucho menos regalarlo.
-Mira joven, mi vida se acaba si
tú no me das ese monóculo. Prácticamente me han dicho que ya no existen. Así
que, por favor, dime cuánto quieres por él. Lo que sea, lo que sea muchacho.
Ante tales palabras de
desesperación, el ropavejero, que está acostumbrado a regatear, lo "pulseó"
para ver hasta dónde llega su ansiedad.
-Bien maestro, ¿qué me da si se
lo entrego?
-Bueno, bueno, no tengo muchos
chivilines. Tengo aquí en mi bolsillo cincuenta soles... ¿te parece?
-¿Cincuenta mangos? No maestro.
Hágame una mejor oferta.
-¿Más? Mira tengo en el banco
cien soles ¿Te parece? -dijo el anciano al borde de la desesperación.
-¿"Cien mangos"? No
maestro, seguro habrá quien me dé más que eso.
-Bueno, ya. Me lanzo con todo.
¡Te doy mi casa! -expresó el viejo, al borde de las lágrimas que se precipitaban
al suelo.
-Está bien, maestro. Me quedaré
con su casa. Tenga el monóculo -dijo el ropavejero, quedándose ahora a vivir en
la casa de don Crespacio.
En ese momento el anciano se
sentía feliz, en la gloria; pero como la felicidad puede durar hasta tres
segundos, su situación cayó a tierra como un fruto maduro.
-Por fin, tengo mi monóculo. Mi
visión ha vuelto. Pero, ahora qué hago. He perdido mi casa, y no tengo familia.
Así que no tengo otra. Así lo ha dictado el destino. Previamente el ropavejero
le legó sus cosas. De tal modo que don Crespacio inició su "nuevo
negocio". Recorrió las calles y la gente lo escuchaba decir:
-¡Fierro, catre, botiiilla!
¡Periódicos, crucigramas! -entonaba cada día, pero como la gente empezó a darle
crucigramas. Nuevamente se esbozó la sonrisa en su rostro.
Ahora era pobre, muy pobre, pero
teniendo su monóculo. Se sentía el personaje más feliz de la Tierra. Un inope e
indigente, pero feliz, muy feliz.
Esgrimista