Como cada noche antes de dormir,
leí unas cuantas páginas de uno de mis libros favoritos. Esta vez se trataba de
uno de los éxitos de Saramago: “Ensayo sobre la ceguera”. Y justamente esa
noche terminé de “saborear” dicha obra. Quedándome satisfecho y listo para “planchar
la oreja”. Esa madrugada tuve un sueño muy extraño y hasta se puede decir
escalofriante. No obstante, como suele pasar, a los pocos segundos de abrir los
ojos el recuerdo del sueño se hizo humo. Así que me preparé para seguir con mi
rutinaria vida. Sin embargo, luego de abrir la puerta y salir a la calle fui
testigo de algo infrecuente. Algo inesperado. Cruzaban por la vereda personas
invidentes, pero había varios de ellos. A quienes no había visto anteriormente
cerca a mi casa. Mirando las calles, me volví a sorprender con personas que aparte
de indigentes eran invidentes, los cuales estaban a los lados de las veredas, y
pidiendo una ayuda caritativa monetaria. Algunos de ellos me dieron tanta pena
que les colaboré con algunas monedas. Luego, en el transporte, los asientos reservados
faltaban para la cantidad de gente que también era invidente. Y en algunas
ocasiones por darles preferencia, ocupaban las combis todos ellos. ¿Qué había
pasado? De un día para otro los cieguitos habían aumentado. Precisamente
vinieron a mi mente personajes de dicha novela de Saramago: el primer ciego y
el viejo de la venda negra. No obstante, me precipité a la realidad. Incluso
pude ver que había cieguitos que se palpaban entre sí, como si fueran hormigas
tocándose sus antenas, y como no podía faltar algunos de ellos por razones
desconocidas se agarraban a trompadas. Ya se imaginarán que los puñetazos iban
de un lado a otro, cortando el aire, y pocos de aquellos puñetazos daban en el
blanco. Y como en todo cuento o historia tiene que haber un conflicto o sentido
dramático, sucedió lo increíble. Luego de levantarme al día siguiente. Algo
pasaba con mi vista. Podía ver con el ojo izquierdo, pero no veía con el
derecho. La preocupación se volvió fobia, y luego pánico. No podía distinguir
con el ojo implicado. Me acerqué al espejo del baño y veía con el ojo izquierdo,
que en el derecho había como una cortinilla blanca. Salí corriendo a la calle,
y ¡oh, sorpresa! La novela de Saramago estaba cobrando vida. Era como si un
lector estuviera leyendo la obra y todos nosotros fuéramos los personajes. La
ceguera se había generalizado. Los órganos vitales de todos a mi alrededor los
habían perdido. Y recordé aquella frase que dice: los ojos son las ventanas del
alma. Pues, al parecer sus almas se quedaron sin ventanas y más bien con cortinas
blancas. La situación se volvió caótica. Además, yo estando con solo un ojo
bueno me sentía afortunado, aunque suene paradójico. Volví a mi casa y me preparé
para dormir. Esa noche tuve un sueño extraño, el mismísimo José Saramago me
dijo: “En un mundo de ciegos, el tuerto es rey”. Al día siguiente, desperté y
había perdido la visión del ojo izquierdo. La preocupación, que se había convertido
en fobia, y luego en pánico. Ahora se convirtió en depresión. Ya no era rey
como dijo el escritor portugués. Tanteando todos los muebles de mi casa, llegué
hasta la puerta de salida. Quería saber cómo estaba la situación. Salí con mi
ceguera absoluta, y la realidad se estrelló conmigo. Había quedado atrapado
dentro del libro de Saramago. Y fue entonces que me topé con el viejo de la
venda negra, quién me dijo: ¿No es tan divertido ni interesante desde este lado
verdad… neoinvidente?
Esgrimista
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