miércoles, 24 de noviembre de 2010

Mi lata y yo

Brighit Cornejo

Sábado 21 de noviembre.

Hace calor y estoy limpiando mi habitación, sacudiendo por aquí, recogiendo por debajo y encerando por allá. Me topo con esa latita morada de florecitas que hacia un buen tiempo ya, me habían obsequiado al ritmo de los acordes del: “Cumpleaños felices, te deseamos a ti”, en mi cumpleaños número 17. Oxidada, ornamentada de flores por doquier, morada por momentos, pero aún conservada, se mantenía estática ella, como mirándome y escupiendo por el minúsculo agujero inferior que poseía: ¿Qué ya no te acuerdas de mí? Viajemos por el tiempo, no seas tímida, anda ¿por qué no recordar? Ábreme. Aquello estaba resultando de película de terror, distante de lo verosímil pero no ajeno a mi mundo. 

Esa lata sabia, tan irremediable y jodidamente estática y vieja, sí que sabía de mí, esas paredes metálicas contenían eso que transcurre y que le denominan pasado y a veces también recuerdos. Esa lata del ayer, el ayer que fue testigo de sus florecitas multicolores y ahora oxidada ante mis pequeños ojos miopes, contenía mis más valiosos, recónditos, felices e infelices tesoros. Todo mi pasado representado por souvenirs, cartas, postales, recibos, envolturas, fotografías y objetos se encontraban allí depositados. ¿Para qué abrir, algo que juré nunca más hacerlo? ¿Para qué volver al pasado si ya las heridas estaban sanando? ¿Para qué repasar tantos acontecimientos si ya casi había olvidado? Pues, la verdad ni yo misma lo sé, mi sentido contracorriente y extremista me lleva a pensar y a justificarse con el: tú eres así.

Que lata tan estúpida, me atreví a decir. Soy más fuerte que tú y valentía es lo que me sobra. La lata casi enmudeció. El corazón se me disparaba al acercarme hacia tal objeto; ¿podría vaticinar el desenlace de aquello? Pero vamos, se me chorrea la valentía. Paso a paso, la adrenalina plena chillaba en un prologando orgasmo, la razón se cuestionaba en cada momento y el corazón ya no opinaba.

Abro la lata; instantáneamente vomita un sinfín de cartas y postales.

-Sé que ninguna de las dos tuvo la culpa, volvamos a ser las amigas de antes si? Extraño hacer todo lo que hacíamos. Te quiere… Nidia; decía finalizando una de las tantas cartas de mi por entonces mejor amiga, el tiempo había hablado como siempre lo hace y ambas ya nos enrumbábamos  por caminos diferentes, muy diferentes a decir verdad. Yo por aquí y ella por arriba, en donde decidió quedarse para ya no volver jamás. “Húndete sola”, fue lo que grité por última ves al verla empapada en lágrimas y dando un portazo a la puerta de metal. Aún la recuerdo a veces con alegría y otras tantas con nostalgia, de ella aún no me había sanado, eso jamás pasaría porque momentos vividos como los vividos a su lado, son recuerdos, tesoros que jamás podría olvidar ni mucho menos borrar.

De entre todas las postales, la postal de aquel único individuo que amé como jamás nunca lo había hecho resaltó de entre las demás. El vivo color rojo del gráfico impreso aún brillaba, aún olía a nuevo, aún  me lo volvía a recordar. Ay pero como te amé. Todas aquellas noches en donde la lujuria y el amor se mezclaban, nuestras sesiones de amor, de entrega espiritual y carnal, eran únicas nada cercano a la realidad, nada cercano a lo normal y a lo anormal. Nunca entendí el por qué de su mudez, el por qué de su indiferencia y por último el por qué de su partida; yo le hubiera esperado toda una vida, más él en realidad creo que nunca jamás me amó. Ahora ya no le espero, ni tampoco creo amarle, pues ya aquel ángel, hace mucho tiempo atrás partió hacia algún horizonte, para no volver jamás. Ay pero como te amé…

Apartando souvenirs de todos aquellos prolongados viajes que realicé, encuentro y encontraré (tal vez) una vez más si en algún futuro llego a conservarlo y a seguir guardándolo en la vieja lata, aquel diminuto pedazo de cerámica, que alguna vez rescaté de las mandíbulas de la escoba y las palabras de mi abuela, a la que ponía énfasis y a las que a mi, no me daba la menor gracia.

Ese pedazo de cerámica fruto de la discusión más grande que tuve con mi padre, en la que sin lugar a dudas hubiera resultado muerta entre sus manos, esas manos que hicieron trizas los platos cuando cegado por la estupidez y la cólera los arrojó al piso, mostrándome su furia, mostrándome lo fuerte que es, mostrándome que el que mandaba era él. En puños había hecho trizas el cristal de la ventana, no le importó en lo más mínimo comenzar a sangrar. Petrificada del terror, casi sin lágrimas y pensando que era el final de absolutamente todo, enmudecí como nunca. 

“¡¡¡No me importas!!! “… Gritó desde lo más profundo de su ser; sus ojos desorbitados se poseyeron de los míos, su mandíbula apretada hacia colorear su rostro de un rojo profundo, sus dientes casi chirriaban; fue cuando depósitó con increíbles fuerzas sus gruesas y pesadas manos en mi cuello, apretándolo. Mientras me miraba con esos ojos amarillos que me decían: “Nos vemos en el infierno”; listos para matarme. Empecé a llorar, a patalear, a tratar de luchar por mi vida, a zafármelo de encima; ahí estaba yo tratando de golpearle la cara para liberarme, me sentía como el feto de esas películas del aborto que nos suelen proyectar en la secundaria, el feto que se movía con efusivas ganas para liberarse de ese individuo que perturbaba su tranquilidad, ese individuo malo que lo quería matar. Yo ahí era un feto.

Cierro la lata, era el tiempo de respirar; hoy ya no lloro más. Miro a mi alrededor, tengo todo lo que quiero, al mismo tiempo pienso que estoy perdiendo el tiempo dado que aún hay muchas cosas más por limpiar, la visita debe estar por llegar y creo que la lata aún allí permanecerá.

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